miércoles, 8 de agosto de 2012

Un viaje al medievo

El día de hoy amanecía en Carcassonne, con el tiempo justo para desayunar y empezar a devorar kilómetros, con primera parada en la abadía de St. Hilaire.

Desde el primer momento, un remanso de paz. Se accede directamente al habitual claustro, esta vez con una fuente en su centro que murmura sin molestar (solo podría hacerlo a mí, pues de momento estoy solo) y que está rodeada por un verdísimo césped, y yo hubiera dicho que bien cortadito (esperad, veréis a qué me refiero).


Un letrero te pide que te dirijas a una sala contigua para el proceso de acogida (pagar, vamos; no creáis que te ofrecían té y pastas). Una vez hecho, la visita como tal: una preciosa iglesia, las estancias del Abad, el refectorio y la bodega. Cada uno de estos elementos, en uno de los respectivos laterales del claustro. La abadía, como os decía, merece la pena, principalmente por ese momento que he tenido de paz, yo solo, con esa tenue luz amortiguada por los soportales, el arrullo del agua de la fuente... Una delicia. Hasta que se jode.

He dejado atrás ese cielo en la Tierra para visitar la iglesia, cerrando la puerta tras de mí. Y cuando he vuelta a abrirla, me ha recibido una bofetada acústica encarnada en la Harley-Davidson que tenía por cortacésped el jardinero (ya digo que además me parecía innecesario). He permanecido un rato vagando por el complejo, a ver si conseguía sacarme la espina de recuperar mi abadía, esa que encontré al llegar. Pues nones. El hombre debía de estar igualando cada brizna al milímetro, porque al rato seguía con su estruendo particular. Así es que me he ido, a buscar mi paz en otro sitio.

Y la he hallado en el puro camino, simplemente. Una preciosa carretera, cercada por un sinfín de viñedos, que por cierto me han acompañado durante prácticamente todo el día. Así es que con eso he hecho las paces con la abadía, que no tenía nada que ver en esto, pero bueno.

Luego he pasado por un pueblo llamado Limoux, que en realidad me podía haber ahorrado, la verdad, y de ahí a la ruta de los castillos que tenía programada para hoy,  por un entramado de carreteras que me llevarían a Perpignan, desde donde ahora escribo.

Pero antes la sorpresa del desfiladero de la Pierre Lys, una belleza del estilo de nuestro desfiladero de la Hermida (pero no hagamos comparaciones...). Y llego al castillo de Puilaurens. En este país de los Cátaros, parece que no hay peñasco que no tenga su castillo en ruinas, y cuanto más alto e inaccesible sea el susodicho, mejor. Así es que kilómetros de ascensión en coche (en segunda) y luego quince minutos a pie, bajo un sol abrasador, la verdad, pero a intervalos de sombra provista por un heterogéneo bosque de especies autóctonas, amablemente etiquetadas para la identificación por un servidor, que de esto no tiene ni idea.

El caso es que la trepada deja a uno satisfecho de merecer realmente el premio: efectivamente, unas vistas impresionantes desde unas ruinas que, si bien no dejan de ser eso, ruinas, conservan lo suficiente para hacerse una idea muy clara de lo que allí había (o hay, porque en realidad, aunque para entrar a vivir no está, diría que conserva fácilmente un 50% de la construcción). El caso es que es bastante impresionante, y tranquilo. Pero me esperan en otro sitio...



A continuación cruzo la impresionante garganta de Galamus, desfiladero brutal plagado de escursionistas y en cuya carretera un semáforo regula el tráfico para que en 1,5 kilómetros no te cruces con ningún vehículo, lo cual sería desastroso, por no decir irresoluble (pero la ayuda del semáforo sólo está en verano, y hasta las siete de la tarde; supongo que cuando dos se cruzan a las nueve de la noche, se quedan allí a dormir; ¿que será de los que lo hacen en octubre?

Siguiente parada, Castillo de Peyrepertuse, y casi diría que última parada porque ha sido como un agujero negro de la agenda del día, y ha consumido el resto del tiempo. Los otros dos de los cuatro famosos castillos cátaros de esta ruta, han pasado a mejor vida...

Peyrepertuse, por tanto, es descomunal, como también es desproporcionado el sarao que tienen allí organizado. Lo primero, llegas al atestado aparcamiento y te organizan la vida. Dejas el coche, pagas la entrada (12 euros, tres veces la de otros castillos de la zona), y te encuentras siendo subido a un minibús que te acerca al castillo (hombre, se agradece que te echen una mano para salvar parte del desnivel, porque yo contaba con dejarme los higadillos en la subida, y no de oca, sino los míos).

Cuando pones pie a tierra lo haces en medio de la carretera, porque se han reservado los últimos cien metros de curvas para la feria medieval, genialidad que permite realizar una explotación comercial desmedida, al tiempo que se alimenta el folclore. Me parece bien, así entretienene a la mayoría por el camino mientras uno se dirige derechito a lo que cuenta, que para eso he venido.

Pero claro, si veo un nido de fotos paro, y ocurre que he encontrado uno. Unos actores muy ambientados en el medievo capturan a los pequeños visitantes para darles lecciones de caballería, empezando por los torneos. Y esas cosas siempre dejan una imagen digna. Lo cierto que es que los niños se han tomado en serio derribar al adversario ficticio (aunque algún pobre ha mordido el polvo, literalmente, el solito), y lo pasaban bien incluso cuando sólo les tocaba mirar. Que lío van a tener cuando lleguen en septiembre a clase de historia...




Pero no me he entretenido mucho, y he retomado la caminata correspondiente (otro cuartito de hora) hasta el castillo. Este es inmenso, de hecho tiene dos áreas muy diferenciadas, pero no voy a darnos la lata con ello. Sólo decir que también merece la pena la visita.

Con lo que tendré que extenderme es con los nuevos espectáculos organizados en el lugar. El primero, de lucha a espada. No sé si en realidad los actores tenían entre sí cuentas pendientes que ajustar, pero no eran los típicos que coreografiaban los golpes, no señor. Se presentaban, se tomaban la medida con la mirada, y entraban con todo, como si no hubiera un mañana. Las espadas pesaban, y las protecciones, muy realistas y evocadoras, hacían su función hasta el extremo.








El otro show, cetrería. Un par de halcones maniobrando con destreza, de sus amos sobre todo. Ellos lo hacían por la comida, como todos. Ha sido curioso, pero me he saltado el final para subir a la segunda sección del castillo, la más elevada, sin la compañía de todos los que, por el momento, seguían siendo espectadores.


Y cuando llego arriba me encuentro que desde allí también se disfruta el espectáculo, como estaban haciendo los miembros del retén de emergías que permanecen allí apostados durante todo el horario de visitas. Pero como el día se hace pesado y monótono, a falta de un infarto de miocardio que dé a alguien, ¿por qué no llamar a las puertas de la emoción asomando los pies a un vacío (físico, que no espiritual) de cuarenta metros (sólo hasta la parte baja del castillo; el desnivel en el exterior hay que medirlo en cientos).


Y tras unas cuantas horas en total entre dimes y diretes, por fin deshago el camino para llegar al coche y encaminarme a Perpignan. Pero como sigo rodeado de hermosos viñedos hasta donde alcanza la vista, y ahora la luz es más hermosa, debo parar y hacer justicia. Por cierto, ¡Que ricas las uvas! ¿Será que saben mejor cuando las robas de la cepa?




Como os decía, escribo desde el Hotel de France, ilustre por haber contado con personalidades como Dalí, Antoine de St. Exupéry, Orson Welles o Edith Piaf. Yo diría que hace tiempo que no vienen... Aunque para hacer justicia al lugar, está limpio, bien situado y sin majos.

Cena en un bistro cercano con cerveza muy fría y un plato destacado: wok de langostinos. ¡Una salsa espectacular! Bueno, cervezas han sido dos que han entrado de sendos tragos. Es que los combates mediavales dan una sed...

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