lunes, 6 de agosto de 2012

Empieza el baile

Algo más de 600 kilómetros desde Villanueva, y ya estoy en Toulouse. Un viaje de lo más tranquilo y cómodo, todo autopista, y con un tráfico razonable. Y para colmo, en el tramo francés te permiten circular a unos "temerarios" 130 km/h, y esos 10 de propina se notan, ya lo creo.

Pero antes de cruzar la frontera, es muy recomendable llenar el depósito. Si el año pasado me despedí de las gasolineras francesas cuando el brebaje cotizaba en torno a 1,5 euros por litro, unos 20 céntimos más caro de lo que por aquel entonces estaba en España, hoy ya en nuestra casa se despacha a ese precio, así que aquí me lo he encontrado a ¡1,72 euros por litro! Debí venir en bicicleta...

Y ya en ruta, la vista, a mi derecha, de los Pirineos franceses, invita. Espero que no se vayan de rositas, de uno u otro modo...

El caso es que a las 4 de la tarde ya estaba aquí, y tras tomar posesión del modestísimo hotel, y dejar el coche en su garaje, que es más bien una vieja fábrica abandonada, tocaba aprovechar lo que quedaba del día.

Toulouse está bien; es agradable (sobre todo cuando cae el sol y corre la brisa, porque antes ha hecho bastante calor), de unas dimensiones bastante humanas, y cuco. Los monumentos supuestamente imprescindibles desde el punto de vista turístico, al parecer, se cuentan con los dedos de una mano. Y como están recogiditos, prácticamente me ha dado tiempo a verlos todos, al principio a la carrera y luego con más calma.



Los empleados de las catedrales, conventos, etc no dan muchas explicaciones, y parecen profesar un cierto tipo de fe hacia la hora de cierre que les hace adorarla con tal celo que 15 minutos antes ya te están echando de la manera menos sutil que podáis imaginar. De verdad, no hay ningún tipo de margen para hacerse el despistado. A la rue...


Lo más destacable es, probablemente, la Basílica St. Sermin, con su gélida y oscura cripta bajo el altar, el claustro de los Jacobinos, un remanso de paz (en una ciudad que tampoco es muy guerrera, al menos en su parte vieja), y la catedral de St. Etienne, por su (yo diría) cómica mezcla de estilos y elementos en cuya combinación la geometría, la elegancia o la armonía más elementales no tomaron parte alguna.



De toulouse también merecen la pena sus plazas: la Wilson -un pedazo del Boston de ladrillo rojo en Francia (perdón)-, la du Capitole -vamos, la plaza mayor, con sus soportales y terrazas turísticas-, y especialmente la plaza St. Georges, la más recogida y agradable, con otra suerte de terrazas encantadoras, que realmente sí están concurridas: allí hace vida una buena parte de la ciudad al caer el sol.



Y no está de más asomarse a los muelles sobre el Garona, donde los lugareños toman el sol, pasean y, llegado el caso, se hacen arrumacos.

Para la cena he confiado en la guía, pero atándola corta; es decir, que sólo a la cuarta recomendación le he dado mi confianza una vez comprobada in situ, y no ha estado mal. La Reserve está en un chaflán de un cruce de tres tranquilas callejuelas, y su terraza lo desborda por uno de los lados. Con aun cierto aspecto turístico a primera vista, luego vas viendo que también acuden locales. Al grano: confit du canard, la misma materia prima de Bretaña pero con otro estilo, más hierbas, champiñones y sobre todo ajo. Y para beber, un mojito, con dos... No se me hubiera ocurrido, pero era lo primero de la carta, y tenía sed. Chico, no es ortodoxo, pero ha tenido su punto.

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