martes, 7 de agosto de 2012

Sube la temperatura

Un día largo, el de hoy. Y muy caluroso.

Comenzaba en Toulouse, con un desayuno de lo más completo en el café frente al hotel, y carretera. Tras un pequeño lío para salir de la ciudad, tomo la autopista hacia Carcassonne, pero antes de llegar me desvío para una visita rápida.

Mirepoix es un pequeño pueblo cuyo atractivo fundamental es una plaza medieval de casas de colores con fachada entramado de madera, y con unos profundísimos soportales (más de seis metros) pensados para permitir el paso de carruajes, y en la actualidad empleados como terrazas de los infinitos cafés turísticos que han invadido la plaza. En el centro de ésta había hoy una feria de artesanía, en la que se ofrecían “obras”, principalmente de cerámica o barro, con las formas y usos (si es que los tenían) más dispares. No me he llevado nada.

Bueno, algo sí; bajo una alta estructura metálica, que parece el refugio del mercado semanal, se habían organizado actividades infantiles relacionadas con la artesanía, y lógicamente alguna foto ha caído.


De allí, a Lastours, por sus castillos, o sus ruinas más bien. Son cuatro, y, como es habitual en esta tierra de cátaros, se emplazan sobre abruptos peñascos. Todos se encuentran muy juntos, y se accede a ellos tras una subidita de más de una hora (a pie) desde el pueblo, que está en el valle; con el sol de justicia que había… pues déjame pensarlo mientras como, que se me ha echado la hora encima.

La guía (de la misma editorial a la que me he referido en otras ocasiones, no la repetiré ahora, pero tiene que ver con un planeta sin mucha gente) recomendaba un sitio que tiene no sé cuántas estrellas Michelin (vamos, el firmamento de los neumáticos), y que, para los bolsillos más justos, comparte cocina con un local mucho más modesto pero que también merece la pena.

Pues el del estrellato, fermé; pero el asociado no, así que allá que voy. Para no adornarlo demasiado, bareto cutrecillo, con servicio mejorable, y raciones mínimas. Lo único, el segundo, que siendo también escaso, era una carne guisada con verduras que estaba muy buena. Pero me he quedado silbando… Bueno, en realidad me he “largado” silbando.

Y con tan poco combustible, no era plan de asaltar los castillos gastando zapatilla, así que Plan B: una carretera sube hasta la colina de enfrente, y al parecer regala una vista que es un primor. Bueno, no la regala. Porque aquí han sentido la expresión “Poner puertas al campo” como un desafío, y lo han hecho. Vamos, 2 euros por asomarse a un secarral entre encinas para contemplar las ruinas de enfrente.

Y para justificarlo, deciden montar un espectáculo de luz y sonido, en plan pirámides de Gizeh, pero eso son otros 7 euritos de nada. Menos mal que tenía la excusa de que eran las 3 de la tarde y pocos efectos visuales se iban a percibir (pero la taquillera ha puesto cara de asombro porque no quisiera el extra lumínico-sonoro, como si fuera a estar allí esperando 6 horas a que empezara aquello, en plan estación de tren de Hasta que llegó su hora…).

Pero vamos, el sofisticado “anfiteatro” montado para el público del son et lumière, no tenía desperdicio…


Suficiente, que mañana tocan más castillos, así que finalmente a Carcassonne. Bueno, casi. Porque ya sabéis como son estas cosas, y de camino hago una paradita en unas exclusas del Canal de Midi, que había fichado camino de Lastours.

Este canal es una impresionante ruta fluvial artificial construida en el S. XVII para el transporte de mercancías, principalmente, llegando en el S. XIX a comunicar el mar Mediterráneo con el Océano Atlántico, pero pronto se vio superado por la aparición del tren. En la actualidad es utilizado principalmente por barcos de recreo, siendo el alquiler de éstos una alternativa de vacaciones muy apreciada en la zona.


El caso es que el juego de compuertas me había llamado la atención, y he parado. Diría que era una esclusa triple, lo cual da una idea de los importante que era el desnivel que salvaban. Apenas he estado allí cinco minutos, pero ha sido suficiente para que se formara una fila de seis barcos, con pasaje familiar, incluyendo perro y bicicletas para todos los ocupantes…

Y, por fin, ahora sí, Carcassonne. Para que quede claro desde el principio: tienes dos partes diferenciadas, la amurallada o Cité (atractivo turístico, donde no cabe un alfiler), y el exterior o Ville Basse, donde la gente hace vida de verdad.

Directo al parking de La Cité (con el consiguiente retraso en la llegada al hotel, que buena me ha caído por ello, pero eso viene más adelante). Lo primero, orientación en la oficina de turismo de la fortaleza, donde te dicen que el castillo condal (que es básicamente lo que uno viene a ver) tiene una larga cola en su taquilla, así que no se moleste. ¡Olé! Cuando llega un turista a ver lo que todo el mundo viene a ver, en la oficina de turismo le dicen que busque otra cosa que hacer, que hay mucha cola para comprar la entrada. – Y, ¿hay otra forma de comprar la entrada? ¿por internet, quizás?- Non, Monsieur. Pues “aviaos” estamos.

Pero uno que no se cree lo que no ve, se va derecho a las taquillas, al otro lado de la fortaleza, y ¿qué encuentra? Dos filas de… 10 personas. Eso es todo. La táctica disuasoria de la oficina de turismo se les ha ido de las manos, y ahora no entra al castillo ni Perry. Vamos, que Perry no, pero yo sí.

Hombre, luego ha resultado ser cierto que había “gentecilla” dentro, pero con la audioguía uno va a lo suyo, y se abstrae divinamente. Por lo demás, el castillo está bien; no conserva nada de decoración, sólo piedra, y su restauración del S. XIX lo ha dejado divino de la muerte, pero puede que poco realista. Aunque merece la pena principalmente porque sólo se puede pasear por lo alto de la muralla con ese acceso, y si no, por tanto, renuncias a las vistas de La Ville Basse y los pirineos, desde La Cité. El resto del recinto amurallado padece el síndrome St. Malo, o St. Michel, a saber, cada edifico es una tienda, un restaurante, un bar o un hotel, o puede que todo a la vez. Y no hay adoquín de la calle que no tenga, en todo momento, un pie encima (generalmente con chancla, y a veces también calcetines). Vamos, una multitud sofocante, en un día de calor sofocante.



Pero si esperas a que vaya marchándose la gente, es más llevadero. El éxodo no es tan notable como en St. Michel, ya que allí se marchan los autobuses, y sus ocupantes con ellos, pero aquí pueden ir caminando a sus hoteles de La Ville Basse de Carcasone.

También merece la pena la inmensa Basilique St. Nazaire, con unas preciosas vidrieras y un permanente fondo de música religiosa que contribuye muy notablemente a la ambientación.

Lo cierto es que me he pateado La Cité, arriba y abajo, del derecho y del revés, como para aportar mi granito de arena al medallero español de Londres 2012 (¡ánimo!). Y creo que es lo que hay que hacer; y cuando estás saturado de tanta alma en pena, tomas la primera puerta que permita la salida de la fortaleza y te vas campo a través rodeándola (así he hecho, hasta más ver). Pero me ha parecido poca perspectiva, necesitaba más distancia, y me he ido a por el coche. Tenía que encontrar, antes de que se pusiera el sol, un punto desde el que se tuviera una buena vista de La Cité. Y tenía que ser en su cara oeste, para que los rayos anaranjados de  última hora le aplicaran su tinte.

Primer intento, cruzar el río Aude por el Pont Neuf, y disparar desde allí mismo. No ha estado mal, y me ha permitido incluir en la toma el Pont Vieux, que tiene bastante encanto. De hecho, me he acercado al propio Pont Vieux, que mantiene un suave pero permanente ir y venir de gente, algunos locales en su hora del footing. Pero no era lo bastante lejos, ni lo bastante tarde. Así que tenía tiempo de alejarme más aún. Vuelta al coche, y fuera de Carcassonne.


Tras comerme el taponazo originado por el camión de la basura dando servicio a semejante hora en la única calle abierta al tráfico que atraviesa la Carcassonne peatonal, finalmente salgo de la ciudad y busco, desde lejos, La Cité. Se resiste, aparece detrás de unos árboles, pero casi no se la ve. Reaparace detrás de un camping – “Bon apetit!” (es la hora de la cena ya…) – pero la toma no es buena… Y ¡ahí está! Con un evocador y mágico encanto que, en las distancias cortas, pierde…


Todo esto no se lo he explicado a la recepcionista del hotel, que me estaba esperando para irse a su casa, con la persiana de la recepción bajada ya hasta los infiernos, y un humor de perros. Vaselina y mea culpa sin moderación, y al poco ya se ha calmado. Pero me ha esperado, porque si no me quedaba en la calle.

A cenar, de nuevo bajo consejo censurado de la guía (y más después de la experiencia de mediodía). L’Oeil, en la Ville Basse de Carcassonne. Muy, muy, muy recomendable. Un sitio encantador, rústico, atendido por una amable y campechana señora. Según entras ya sabes que no te has equivocado, porque lo recomiendan para carne a la brasa, y no te cabe duda de que efectivamente es así cuando ves el fuego en un lateral del comedor, sin separaciones ni paneles de ningún tipo. En el ambiente, el aroma a la leña ardiendo, y un ligero humo que no molesta.



Menú de 32 euros que incluye bebida, entrante, principal, plato de quesos y postre (a este último no he llegado, lo confieso). Comienzo por una ensalada preciosa, que se distingue principalmente por una vinagreta dulce muy rica, y, sobre todas las cosas, por dos rebanadas de pan-pan, tostado. ¿Qué hay sobre las rebanadas? Sendas piezas de hígado de oca, una fría, de terrina, y otro caliente, a la plancha. Ambos, de verdad, espectaculares. Se me saltaban las lágrimas…

Luego un entrecot, cuya principal virtud era el sabor a las brasas, brutal, si bien es cierto que la carne, pese a haber entendido a la perfección mi anfitriona que la quería rouge, vivant, qui marche, tampoco era del todo blanda. No era mala, pero no era espectacular. Aun así, el conjunto merecía la pena.

Y el plato de quesos, intensos, potentes. Muy buenos. Y no daba para más…

De vuelta al hotel por la desierta Ville Basse, dos manzanas nada más, pero menos mal que no eran diez, porque parecía Walking deads.

Eso sí; en este hotel no hay wifi, así es que esta crónica, pese a ser escrita puntualmente, no la leeréis hasta, como pronto, mañana, una vez encuentre acceso a internet. ¿No queríais caldo? Pues creo que me han salido tres tazas…

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