domingo, 12 de agosto de 2012

Donde todo empieza

(Fito y Fitipaldis)

Hoy sábado 11 de agosto (ahora lo entenderéis) amanecía en Montpellier, bastante alejado de dónde iba a terminar durmiendo, pero ya llegaremos ahí.

El hotel era moderno y relativamente céntrico, pero era un poco caro, y he decidido prescindir del desayuno, que era otra clavada. En su lugar, a la Place de la Comédie, a uno de los muchos cafés con terraza, que al final ha resultado ser más barato pero sin ningún atractivo en absoluto, y han tardado. En fin.

Y a continuación a patear. Abandonando la masificada plaza, merece la pena perderse por los callejones del centro, sobre todo hacia la universidad. Ni un alma en las preciosas callejas de piedra, entre sol y sombra, tan sólo algún despistado cuyas pisadas se oían resonar a 50 metros, amplificadas por el vacío y el empedrado. Llegar a cualquier cruce, esquina o chaflán ofrece un sereno espectáculo, abriéndose ante uno una derivada más del hermoso laberinto, probablemente en una pronunciada cuesta, o puede que esta vez no. Y entretanto, la escuela de Química, Matemáticas o cualquier otra.

En Montpellier, en el lugar más insospechado aparece una recogida plaza, que alguien ya ha descubierto antes que tú, por supuesto, y la ha hecho suya, es decir, la está viviendo: en la terraza del pequeño y desenfadado café con mesas de colores pastel, sentado en un banco, tendido en el césped. En esas plazas siempre hay árboles, siempre hay sombra, y siempre hay alguien. Pero apenas les oyes, pareciendo conscientes de que tienen que cuidar la paz que han encontrado para cederla intacta a quien les siga. Yo tampoco la he roto.

Entre esas calles, una inmensa y preciosa catedral, la de St. Pierre, relativamente sobria e imponente por fuera, elegante por dentro. Al entrar, descubres al organista practicando en un modelo similar a un piano electrónico, antiguo, junto al altar. Parece poco para tanto templo. Y lo es. Si te giras, descubres sobre la puerta de acceso principal un órgano impresionante. Puedes imaginar encogerse el alma de los fieles ante el trepidar de aquellos tubos, quebrando el corazón de la tierra. Hoy está en silencio; uy...

De vuelta al Montpellier concurrido, callejuelas semejantes, pero con restaurantes, cafés, librerías (es una ciudad universitaria), y al fondo la elevada Place Royal de Peyrou, con la llamada torre del agua que alimenta desde lo alto un gran acueducto.
Cercano al conjunto, cinco aprendices de a 5 euros la hora se esmeraban por la vía de la repetición (¿habéis tenido a alguien en casa que estuviera aprendiendo a tocar un instrumento?) al son que marcaba la maestra. Por lo marcado de las posturas, pace que la dramatización, en esto, tiene su importancia, incluido el estar descalzo...

Y tras alguna vuelta más, mudanza. A Aigues Mortes, una cartesiana villa fortificada junto a la Petite Camargue. En pleno delta del río Petit Rhône, rodeada de salinas y marismas, y separada de la civilización por varias localidades nutridas de veraneantes playeros, es un pequeño reducto de callejuelas, en su mayor parte desiertas al mediodía, trazadas en cuadrícula con casas de dos alturas. Sólo alguna plaza y tres o cuatro calles han acusado la presencia del turismo, y han sucumbido a las heladerías y las tiendas de recuerdos. Fuera de esos comercios, frente a una pequeña capilla, una juguetería muy especial, con preciosos coches metálicos a pedales con la forma de antiguos clásicos, enormes "cocinitas" completas hechas en madera y unas evocadoras cajas de música, como la del circo de funambulistas, trapecistas, domadores de fieras, tragadores de fuego... bajo una preciosa carpa clásica, como de los años 20, y al son de diferentes preciosas piezas musicales. Desde su rincón de la tienda, era la estrella que acaparaba la atención de cada uno que entrábamos, dejándonos boquiabiertos, y quedándonos presos de su embrujo unas cuantas melodías, hasta que la vergüenza te obligaba a separarte con la pena del que vuelve la espalda a un increíble paisaje.

Y después, y ya empiezo a preocuparme, me vuelve el antojo de playa (3 días seguidos ya, ¿qué me pasa, doctor?). Por el mapa, da la impresión de que L'Espiguette va a merecer la pena. Y así es. Otra playa infinita, con un agua cristalina aunque, eso sí, no solitaria precisamente, pero a la manera de la zona: una franja de diez metros junto a la orilla atestada de gente, y el resto despejado. No problem: como en el cine, ya me pongo yo detrás, que soy alto.

Un buen rato en el agua sirve para planificar lo que queda del día y la jornada siguiente. Y pasó lo que tenía que pasar. Es sábado 11 de agosto, y al día siguiente tiene lugar, bastante lejos de aquí algo que, en realidad, me mataba perderme. Algo importante empezó en el Bollo del año pasado que hace que donde realmente quiero estar mañana es en Luarca. Y como las cosas importantes no hay que pensarlas demasiado, salgo del agua, recojo el libro y la toalla, y, a las 7 de la tarde, me dirijo al coche.

El resto son 1.050 kilómetros de música, incluyendo la inmensa fortuna (manda...) de que al parar en un área de servicio de la autopista a la altura de Carcassonne lo que me espera es la vista espectacular de La Cité que hace unos días no terminé de lograr, ya incluso iluminada, y desde más lejos. Un bis.

Las menos paradas posibles hasta que el sueño me vence los instantes suficientes como para abrir los ojos con un sobresalto de muerte y ganar conciencia de que, irremediablemente, había llegado el momento de echar una cabezada en la próxima gasolinera. Eran las dos de la madrugada, y estaba a las afueras de Santander.

Algo más de una de sueño son suficientes para, tras un buen café y algo de comer, seguir camino. Aún me esperaba el típico susto, del que esta vez parecía librarme, de apurar el depósito al límite (recordatorio: no hacer estas cosas de madrugada; en algunas zonas, las estaciones de servicio tienen horario), que esta vez  casi me cuesta quedarme tirado a 15 kilómetros del final (donde todo empieza, que dice Fito).

viernes, 10 de agosto de 2012

Vacaciones en Roma


Gran despertar, aunque muerto de cansancio, en mi soleada habitación del hotel de France de Perpignan. Ha sido abrir las grades hojas de la ventana e inundarse todo el cuarto de una luz cálida y una brisa fresca que se colaban hasta el baño. Así da gusto.

Hoy he querido ser bueno desde primera hora, y para ello nada como evitar ir acumulando más retrasos de la cuenta. Por eso, a las 11 ya había llegado a Narbona.

Aunque mis expectativas sobre esta ciudad eran razonables, sin estridencias, ha empezado apostando fuerte. Junto al aparcamiento, un mercado de los de toda la vida, mezcla del Mercado de San Miguel, de Madrid, antes y después de la reforma. Más bien, tiene pinta que la reforma la hicieron después de visitar este. Efectivamente, combina comercios y hostelería, pero se nota que ambos llevan allí media vida, no es una moda reciente. Y los puestos son espectaculares, y no me refiero a la decoración. Los productos tienen un aspecto muy, muy atractivo (¡Díos mío, que muestrario de quesos!), y se nota que los parroquianos son también los de toda la vida. Y es que incluso la arquitectura del mercado es similar al de San Miguel. Una belleza.

Pero ese encuentro ha sido casual, yo buscaba otra cosa, que también ha resultado ser una joya. Junto al mercado se encuentra el Musée Lapidaire, que aunque por el nombre parece una antología de “frases lapidarias”, en realidad es algo único. La nave única de una solemne iglesia gótica (desacralizada en la revolución francesa) se encuentra a rebosar de lápidas romanas, todas numeradas en un ejercicio de inventario (hasta 2.000), y formando filas perfectas, estando apiladas hasta cuatro alturas, sobre un simple suelo de tierra. No caben más. Y en las capillas laterales, y en ábside, más piezas, por supuesto. Parece mentira que se encuentre allí almacenado tantísimo valor. Porque parece más bien la parte de autoservicio de Ikea, ¿donde guardan los muebles embalados para que los cargues como puedas y los lleves  a la caja? Pues eso.  Pero con joyas arqueológicas.

La forma y valor del contenido, junto con el robusto aspecto del continente (la iglesia), me evocaba otra cosa. Parecía estar en una gran caja fuerte llega de toscos lingotes de oro, sin pulir. Alguien ha debido de pensar lo mismo, y han decidido saquearla. Durante la visita guiada nos han contado que a final de año planean llevarse las lápidas a un gran museo de arqueología que están construyendo, combinando éstas con los fondos de otras instituciones. Ya no será lo mismo; no sé cómo las dispondrán, pero estoy seguro que no impresionarán igual; una pena. Y más pena por la guía, que es empleada municipal, y como el nuevo museo es de la Region, no sabe qué pasará con su empleo. Suerte.

Contaba también la guía (persona física, no el libro), que la ciudad está teniendo muchos problemas para ampliar los aparcamientos subterráneos, porque cada vez que meten una excavadora, encuentran media Roma. Como en Mérida. En otros sitios como Grecia o Egipto no pasa; como está todo en el Museo Británico…


Y de allí al meollo, al centro de Narbona. La Catedral St. Juste merece la pena, por varios motivos. El primero, porque está sin terminar. Su planificación era tan inmensa que, estando acabadas y en uso sólo el ábside y parte de la nave central, desde dentro no se echa nada de menos. Pero por fuera aprecias que el crucero sólo tiene los muros, y falta más de la mitad de la nave. Después de empezar a hacerla, pidieron permiso a la ciudad para derribar parte de la muralla, porque les estorbaba, y la ciudad dijo que nones, paralizándose la obra. Era el siglo XIV, habiéndose producido varios intentos desde entonces para retomar los trabajos, con poco éxito. Bueno, también influyo que la portuario ciudad de Narbona vio cómo la sedimentación hizo, durante dos siglos, que el mar se alejase, y se quedó sin puerto y sin prosperidad económica. Vamos, que también faltaron cuartos (o francos) para financiar la catedral. Resulta un poco esperpéntico contemplar los altísimos muros, con los vanos de las vidrieras, sin vidrieras. Parecen una vieja fábrica abandonada con los cristales rotos a pedradas por chavales en plan Trainspotting. Y el coche del cura aparcado en lo que debería ser la torre norte…

Otro de los motivos por los que merece la pena es por el espectacular coro de madera, impresionante, elegancia pura. Y el claustro, otra hermosura.


Eso sí, me he encontrado con el problema que mencionada la guía de Bretaña el año pasado y no me pareció para tanto; hoy sí. Aquí se cierra para comer un par de horas: ¡de 12 a 14! Vamos, que cuando te quieres dar cuenta han cerrado la catedral, el museo Lapidaire, el ayuntamiento y la casa cuartel de la guardia civil. Así que he tenido que hacer tiempo comiendo un espectacular kebab (que me ha estado repitiendo toda la tarde). Mientras almorzaba en una mesita de un callejón, dos mesas mas allá dos currantes españoles y un compañero subsahariano hablaban con el turco que regenta el establecimiento. Se han venido a trabajar, porque en España la cosa está muy mal. Suerte a vosotros también.

Siguiente parada, más al norte, la Abadía de Valmagne. Un sitio realmente pintoresco, que me ha aportado la segunda iglesia desconsagrada del día (vaya racha, ¿querrá decir algo?). Hombre, si dejó las actividades de culto fue por una buena causa. Lo que en Narbona eran lápidas, aquí son barricas; sí, sí, tal cual. Además, de un tamaño que parecen depósitos de Repsol. En cada capilla lateral, una inmensa. Y un olor a bodega, que tumba.


Al menos la nave está diáfana, por lo que parece que aprovechan para organizar todo tipo de eventos, ahí está el escenario montado (Springsteen actúa el martes… es broma).

La iglesia se comunica con un claustro impresionante; muy, muy bonito. Y en un lateral del patio, una fuente bajo una especia de baldaquino de piedra; y muchas plantas y flores, incluidos altos tallos de bambú en dos de las esquinas. El conjunto resultaba onírico, una especie de reino de los elfos de El Señor de los Anillos (sin ánimo de ofender). A ver si he conseguido reflejarlo en alguna de las fotos…


Como hacía mucho calor, y tenía idea de que la zona era mejor que la de ayer, he vuelto a la playa, esta vez a la de Sète. ¡Vaya acierto! Muy buena, larguísima, con dunas, estilo La Lanzada, cerca de La Toja. Y el agua transparente; y la hora perfecta, al caer el sol. Otro momentazo. Al irme, atravieso el pueblo, y hay vista de postal. Sète es, básicamente, una enorme marina. Tiene varios anchísimos canales, saturados de barcos amarrados de los más diversos tamaños. Y en algunas zonas los edificios tienen cuatro o cinco alturas, y una decoración que parece París. Es extraño; tiene cosas realmente bonitas, junto a otras nada agraciadas…

Pero para momento el de la cena. En realidad todo el día estaba planificado en torno a hacer coincidir una de las dos comidas del día con el pueblo de Bouzigues. ¿Por qué? Ostras. Había leído que han dado fama a ese pequeño pueblo, y quería comprobarlo. Por tanto, 6 ostras de primero, y el pescado del día de segundo, acompañado de una copita de vino blanco (sólo, que tengo que conducir). Cuando he pedido el pescado del día me he dejado llevar por la fe, porque no tenía ni idea de qué era, y me daba vergüenza seguir preguntando. Pues era un lenguado; bueno, o el dinosaurio que se comió el lenguado. ¡Qué tamaño! Estaba hecho a la brasa, sólo con un toque de unas hierbas.

A ver, las ostras estaban buenas, no nos vamos a engañar. ¿Tenían ese sabor intenso de las de Brataña? Tampoco. Pero me han gustado, y me ha hecho ilusión comérmelas en una terracota del puerto. Y el lenguado, bueno de sabor, pero un pelín seco. Notable para la cena.

Y sobresaliente para el espontáneo que, en medio de mi cena, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo se siente en mi mesa y se queda, mirando al infinito, mudo. Mi cara ha sido un poema, y se ha formado un soneto cuando me mirado a la camarera como diciendo: “¿y la cámara?”. Me pregunta la buena mujer si lo conozco (en ese momento ya había identificado que el caballero estaba como una cuba), y niego con vehemencia (¿qué nos ha visto en común?), ante lo cual la mujer le pide que se marche y no moleste al caballero (ese soy yo). Y el hombre, obediente, se levanta… y se sienta dos mesas más allá. ¡Esto mola! Mi problema ahora es su problema. Pero ha salido el chico duro de la cocina y ha insistido en la súplica de que se esfumara, lo cual ha hecho sin rechistar (y sin trazar una sola trayectoria recta).

Yo he seguido siendo bueno, y me he recogido (esta vez en Montpellier). Mañana más.

jueves, 9 de agosto de 2012

Breve crónica nocturna

(Epílogo a "Lemony Snicket")

Pues sí hay algo que decir...

Así está la ciudad pasadas las once de la noche.


Hoy es jueves, jueves de Perpignan, que llaman por aquí. Y cuando eso ocurre (casualmente, cada siete días), al caer la noche las calles de llenan de gente, y las aceras de músicos. Lo mismo en la terraza de un garito, que en una esquina, como para no molestar. Da igual, si gustan se llena de gente, si no...

Yo he dado con varios, pero los últimos me han encantado. Jazz, diría yo, a riesgo de que alguien me nomine para la horca. Muy buenos. El público entusiasmado; el grupo entregado en cuerpo y alma. Y el sonido invadía la pequeña plaza en que nos encontrábamos (detrás de Le Castillet, no tiene pérdida), llenándolo todo, retumbando dentro de uno, hasta que parece que es tu pulso el que se adapta a la cadencia de la música.


Un momento muy bueno, sí señor. Y eso merecía ser contado.

Lemony Snicket

Había una película llamada Una serie de catastróficas desdichas de Lemony Snicket. No recuerdo muy bien el argumento, pero el título lo dice todo. Hoy no me lo he quitado de la cabeza. Me presento: soy el mismísimo Lemony Snicket en persona.

No sé si narrar cada una de las desdichas con detalle, o preparar una breve slide en Powerpoint... Ummmmm, creo que haré una combinación de ambas.

Narración: un desastre de día, que ya empezó anoche. Espero que os gustara la entrada del blog de ayer, porque me costó sangre, sudor y lágrimas subirla. De hecho, finiquité a las 4 de la mañana, y eso se paga. ¿ Recordáis una entrada del blog de Bretaña llamada "Días de mucho...", y se adivinaba el "vísperas de poco". Pues eso.

Empezamos con el desayuno, mala elección no quedarme en el hotel para ir a un sitio carísimo y malo. Lo único, he disfrutado de la terraza leyendo mi libro veraniego...

El caso es que he ido acumulando retrasos hasta salir de Perpignan a las once, con destino a Mont Louis, unos 80 kilómetros. Eternos han sido los últimos 40 detrás de todo vehículo lento imaginable. Pero el objetivo era tocar pared lo más lejos posible del punto de partida para que sólo quedara volver a capricho, y calculando mejor los tiempos. Pero he llegado a mediodía, y la oficina de turismo, así como como los organizadores de las visitas guiadas a la fortaleza, que es para lo que va uno, aparte del puro camino, estaban comiendo. Que me parece bien que coman, pero hombre, agosto sólo hay uno, y existe el concepto de los turnos, ¿no?

En fin, que he dado un voltio por mi cuenta y carretera. No sin antes comprar en nos puestos de la calle queso y embutido de la región (se supone, porque lo mismo dirá el pánfilo que se lleve el queso D.O. Ciudad Real que había junto al mío, y que yo sepa no está a este lado de los Pirineos), así como algo de fruta (os he visto la cara de sorpresa; sí, sé lo que es), que aquí dan unas ganas de comer todo lo que da la tierra... (lombrices abstenerse).

Y de vuelta al aparcamiento continúa la "serie": rotura de un cable del techo del coche, que me lleva 30 minutos apañar, no sin antes descubrir por el camino que tenía el interior del equipaje bañado en after-sun. Una alegría, vamos. Que siga la fiesta.

Bueno, como el plan A se había truncado, plan B. Garganta de Carança, una maravilla natural (dice la guía), visitable tras una caminata de, alternativamente, 1,5 o 3 horas, según la ruta escogida (asegura la guía). "Pues su guía está mal", me dicen al llegar y comunicarme que la ruta corta son 4 horas. Hombre, sin comer, sin entrenamiento (mira nuestros atletas olímpicos) y sin necesidad... ¿Plan C?

Harto de planes alternativos en la zona... ¡Pero ¿qué es eso?! La luz de las pastillas de freno. ¡Olé! ¡Olé! y más ¡Olé! Para no haberse levantado de la cama. Está claro que tanto puerto de montaña no ha ayudado, pero ¿de verdad era necesario que cascaran ahora?

Tras unos minutos de pánico (nuclear), comodín de la llamada: Paco, el hombre de confianza para estas cosas, que ya me ha sacado de más de un apuro, por la mitad de precio, y encima buen tío: que no me preocupe, que el testigo suele encenderse cuando aún quedan unos buenos kilómetros (no concreto para no comprometer a nadie), así es que contamos con poder seguir camino hasta casa. Ya lo sé, existe la alternativa de un taller por aquí; sí, en agosto, un guiri, de un país con la prima de riesgo haciendo puenting, con una cara que está diciendo a gritos "fúndete mi presupuesto para todo el viaje, bribón". Ese es el plan Z.

Total, que una vez repuesto emocionalmente de este tránsito, decido cambiar de aires por completo, saltarme las etapas intermedias, y directo a la meta: la côte Vermeille. Y la ataco en altura, es decir, carreterucha que trepa por los montes hasta el Tour Madeloc, entre viñedos y más viñedos por las laderas de los montes, y a la hora debida en lo que a luz se refiere. Una maravilla... Las vistas, espectaculares; la brisa, de ensueño, te mece; el sol, te arrulla; y el azul del mar Mediterráneo simplemente te hace sentir en casa.


Pensando en las uvas que allí se crían, en semejante lugar, he llegado a la conclusión que son el Kobe beef de la enología. No digo que el vino sea espectacular, no tengo ni idea de la materia, y hoy tenía que conducir, pero una vida así, tiene que llevar necesariamente a la felicidad, aunque implique terminar tus días pisoteado (por las uvas, digo).


En fín, que en esta etapa no ha habido desdicha alguna (ni catastrófica ni de las otras), y me he ido a la playa a celebrarlo. Tenía muchas ganas (sí, yo), y no ha sido para tanto. Como en el desyuno, mi libro ha salvado los muebles, porque la playa era minúscula y no muy agraciada, y no es que hubiera alternativas mejores. Pero ha hecho su función. Hombre, lo que la ruta hasta Tour Madeloc no terminara de arreglar, esta playita no iba a hacerlo.

Y a recogerse, que hoy debo recuperar algo del sueño perdido anoche. Si en la cena o similares ocurriera algo digno de mención, que no creo (así han quedado los ánimos), os informaría puntualmente. Buenas noches.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Un viaje al medievo

El día de hoy amanecía en Carcassonne, con el tiempo justo para desayunar y empezar a devorar kilómetros, con primera parada en la abadía de St. Hilaire.

Desde el primer momento, un remanso de paz. Se accede directamente al habitual claustro, esta vez con una fuente en su centro que murmura sin molestar (solo podría hacerlo a mí, pues de momento estoy solo) y que está rodeada por un verdísimo césped, y yo hubiera dicho que bien cortadito (esperad, veréis a qué me refiero).


Un letrero te pide que te dirijas a una sala contigua para el proceso de acogida (pagar, vamos; no creáis que te ofrecían té y pastas). Una vez hecho, la visita como tal: una preciosa iglesia, las estancias del Abad, el refectorio y la bodega. Cada uno de estos elementos, en uno de los respectivos laterales del claustro. La abadía, como os decía, merece la pena, principalmente por ese momento que he tenido de paz, yo solo, con esa tenue luz amortiguada por los soportales, el arrullo del agua de la fuente... Una delicia. Hasta que se jode.

He dejado atrás ese cielo en la Tierra para visitar la iglesia, cerrando la puerta tras de mí. Y cuando he vuelta a abrirla, me ha recibido una bofetada acústica encarnada en la Harley-Davidson que tenía por cortacésped el jardinero (ya digo que además me parecía innecesario). He permanecido un rato vagando por el complejo, a ver si conseguía sacarme la espina de recuperar mi abadía, esa que encontré al llegar. Pues nones. El hombre debía de estar igualando cada brizna al milímetro, porque al rato seguía con su estruendo particular. Así es que me he ido, a buscar mi paz en otro sitio.

Y la he hallado en el puro camino, simplemente. Una preciosa carretera, cercada por un sinfín de viñedos, que por cierto me han acompañado durante prácticamente todo el día. Así es que con eso he hecho las paces con la abadía, que no tenía nada que ver en esto, pero bueno.

Luego he pasado por un pueblo llamado Limoux, que en realidad me podía haber ahorrado, la verdad, y de ahí a la ruta de los castillos que tenía programada para hoy,  por un entramado de carreteras que me llevarían a Perpignan, desde donde ahora escribo.

Pero antes la sorpresa del desfiladero de la Pierre Lys, una belleza del estilo de nuestro desfiladero de la Hermida (pero no hagamos comparaciones...). Y llego al castillo de Puilaurens. En este país de los Cátaros, parece que no hay peñasco que no tenga su castillo en ruinas, y cuanto más alto e inaccesible sea el susodicho, mejor. Así es que kilómetros de ascensión en coche (en segunda) y luego quince minutos a pie, bajo un sol abrasador, la verdad, pero a intervalos de sombra provista por un heterogéneo bosque de especies autóctonas, amablemente etiquetadas para la identificación por un servidor, que de esto no tiene ni idea.

El caso es que la trepada deja a uno satisfecho de merecer realmente el premio: efectivamente, unas vistas impresionantes desde unas ruinas que, si bien no dejan de ser eso, ruinas, conservan lo suficiente para hacerse una idea muy clara de lo que allí había (o hay, porque en realidad, aunque para entrar a vivir no está, diría que conserva fácilmente un 50% de la construcción). El caso es que es bastante impresionante, y tranquilo. Pero me esperan en otro sitio...



A continuación cruzo la impresionante garganta de Galamus, desfiladero brutal plagado de escursionistas y en cuya carretera un semáforo regula el tráfico para que en 1,5 kilómetros no te cruces con ningún vehículo, lo cual sería desastroso, por no decir irresoluble (pero la ayuda del semáforo sólo está en verano, y hasta las siete de la tarde; supongo que cuando dos se cruzan a las nueve de la noche, se quedan allí a dormir; ¿que será de los que lo hacen en octubre?

Siguiente parada, Castillo de Peyrepertuse, y casi diría que última parada porque ha sido como un agujero negro de la agenda del día, y ha consumido el resto del tiempo. Los otros dos de los cuatro famosos castillos cátaros de esta ruta, han pasado a mejor vida...

Peyrepertuse, por tanto, es descomunal, como también es desproporcionado el sarao que tienen allí organizado. Lo primero, llegas al atestado aparcamiento y te organizan la vida. Dejas el coche, pagas la entrada (12 euros, tres veces la de otros castillos de la zona), y te encuentras siendo subido a un minibús que te acerca al castillo (hombre, se agradece que te echen una mano para salvar parte del desnivel, porque yo contaba con dejarme los higadillos en la subida, y no de oca, sino los míos).

Cuando pones pie a tierra lo haces en medio de la carretera, porque se han reservado los últimos cien metros de curvas para la feria medieval, genialidad que permite realizar una explotación comercial desmedida, al tiempo que se alimenta el folclore. Me parece bien, así entretienene a la mayoría por el camino mientras uno se dirige derechito a lo que cuenta, que para eso he venido.

Pero claro, si veo un nido de fotos paro, y ocurre que he encontrado uno. Unos actores muy ambientados en el medievo capturan a los pequeños visitantes para darles lecciones de caballería, empezando por los torneos. Y esas cosas siempre dejan una imagen digna. Lo cierto que es que los niños se han tomado en serio derribar al adversario ficticio (aunque algún pobre ha mordido el polvo, literalmente, el solito), y lo pasaban bien incluso cuando sólo les tocaba mirar. Que lío van a tener cuando lleguen en septiembre a clase de historia...




Pero no me he entretenido mucho, y he retomado la caminata correspondiente (otro cuartito de hora) hasta el castillo. Este es inmenso, de hecho tiene dos áreas muy diferenciadas, pero no voy a darnos la lata con ello. Sólo decir que también merece la pena la visita.

Con lo que tendré que extenderme es con los nuevos espectáculos organizados en el lugar. El primero, de lucha a espada. No sé si en realidad los actores tenían entre sí cuentas pendientes que ajustar, pero no eran los típicos que coreografiaban los golpes, no señor. Se presentaban, se tomaban la medida con la mirada, y entraban con todo, como si no hubiera un mañana. Las espadas pesaban, y las protecciones, muy realistas y evocadoras, hacían su función hasta el extremo.








El otro show, cetrería. Un par de halcones maniobrando con destreza, de sus amos sobre todo. Ellos lo hacían por la comida, como todos. Ha sido curioso, pero me he saltado el final para subir a la segunda sección del castillo, la más elevada, sin la compañía de todos los que, por el momento, seguían siendo espectadores.


Y cuando llego arriba me encuentro que desde allí también se disfruta el espectáculo, como estaban haciendo los miembros del retén de emergías que permanecen allí apostados durante todo el horario de visitas. Pero como el día se hace pesado y monótono, a falta de un infarto de miocardio que dé a alguien, ¿por qué no llamar a las puertas de la emoción asomando los pies a un vacío (físico, que no espiritual) de cuarenta metros (sólo hasta la parte baja del castillo; el desnivel en el exterior hay que medirlo en cientos).


Y tras unas cuantas horas en total entre dimes y diretes, por fin deshago el camino para llegar al coche y encaminarme a Perpignan. Pero como sigo rodeado de hermosos viñedos hasta donde alcanza la vista, y ahora la luz es más hermosa, debo parar y hacer justicia. Por cierto, ¡Que ricas las uvas! ¿Será que saben mejor cuando las robas de la cepa?




Como os decía, escribo desde el Hotel de France, ilustre por haber contado con personalidades como Dalí, Antoine de St. Exupéry, Orson Welles o Edith Piaf. Yo diría que hace tiempo que no vienen... Aunque para hacer justicia al lugar, está limpio, bien situado y sin majos.

Cena en un bistro cercano con cerveza muy fría y un plato destacado: wok de langostinos. ¡Una salsa espectacular! Bueno, cervezas han sido dos que han entrado de sendos tragos. Es que los combates mediavales dan una sed...

martes, 7 de agosto de 2012

Sube la temperatura

Un día largo, el de hoy. Y muy caluroso.

Comenzaba en Toulouse, con un desayuno de lo más completo en el café frente al hotel, y carretera. Tras un pequeño lío para salir de la ciudad, tomo la autopista hacia Carcassonne, pero antes de llegar me desvío para una visita rápida.

Mirepoix es un pequeño pueblo cuyo atractivo fundamental es una plaza medieval de casas de colores con fachada entramado de madera, y con unos profundísimos soportales (más de seis metros) pensados para permitir el paso de carruajes, y en la actualidad empleados como terrazas de los infinitos cafés turísticos que han invadido la plaza. En el centro de ésta había hoy una feria de artesanía, en la que se ofrecían “obras”, principalmente de cerámica o barro, con las formas y usos (si es que los tenían) más dispares. No me he llevado nada.

Bueno, algo sí; bajo una alta estructura metálica, que parece el refugio del mercado semanal, se habían organizado actividades infantiles relacionadas con la artesanía, y lógicamente alguna foto ha caído.


De allí, a Lastours, por sus castillos, o sus ruinas más bien. Son cuatro, y, como es habitual en esta tierra de cátaros, se emplazan sobre abruptos peñascos. Todos se encuentran muy juntos, y se accede a ellos tras una subidita de más de una hora (a pie) desde el pueblo, que está en el valle; con el sol de justicia que había… pues déjame pensarlo mientras como, que se me ha echado la hora encima.

La guía (de la misma editorial a la que me he referido en otras ocasiones, no la repetiré ahora, pero tiene que ver con un planeta sin mucha gente) recomendaba un sitio que tiene no sé cuántas estrellas Michelin (vamos, el firmamento de los neumáticos), y que, para los bolsillos más justos, comparte cocina con un local mucho más modesto pero que también merece la pena.

Pues el del estrellato, fermé; pero el asociado no, así que allá que voy. Para no adornarlo demasiado, bareto cutrecillo, con servicio mejorable, y raciones mínimas. Lo único, el segundo, que siendo también escaso, era una carne guisada con verduras que estaba muy buena. Pero me he quedado silbando… Bueno, en realidad me he “largado” silbando.

Y con tan poco combustible, no era plan de asaltar los castillos gastando zapatilla, así que Plan B: una carretera sube hasta la colina de enfrente, y al parecer regala una vista que es un primor. Bueno, no la regala. Porque aquí han sentido la expresión “Poner puertas al campo” como un desafío, y lo han hecho. Vamos, 2 euros por asomarse a un secarral entre encinas para contemplar las ruinas de enfrente.

Y para justificarlo, deciden montar un espectáculo de luz y sonido, en plan pirámides de Gizeh, pero eso son otros 7 euritos de nada. Menos mal que tenía la excusa de que eran las 3 de la tarde y pocos efectos visuales se iban a percibir (pero la taquillera ha puesto cara de asombro porque no quisiera el extra lumínico-sonoro, como si fuera a estar allí esperando 6 horas a que empezara aquello, en plan estación de tren de Hasta que llegó su hora…).

Pero vamos, el sofisticado “anfiteatro” montado para el público del son et lumière, no tenía desperdicio…


Suficiente, que mañana tocan más castillos, así que finalmente a Carcassonne. Bueno, casi. Porque ya sabéis como son estas cosas, y de camino hago una paradita en unas exclusas del Canal de Midi, que había fichado camino de Lastours.

Este canal es una impresionante ruta fluvial artificial construida en el S. XVII para el transporte de mercancías, principalmente, llegando en el S. XIX a comunicar el mar Mediterráneo con el Océano Atlántico, pero pronto se vio superado por la aparición del tren. En la actualidad es utilizado principalmente por barcos de recreo, siendo el alquiler de éstos una alternativa de vacaciones muy apreciada en la zona.


El caso es que el juego de compuertas me había llamado la atención, y he parado. Diría que era una esclusa triple, lo cual da una idea de los importante que era el desnivel que salvaban. Apenas he estado allí cinco minutos, pero ha sido suficiente para que se formara una fila de seis barcos, con pasaje familiar, incluyendo perro y bicicletas para todos los ocupantes…

Y, por fin, ahora sí, Carcassonne. Para que quede claro desde el principio: tienes dos partes diferenciadas, la amurallada o Cité (atractivo turístico, donde no cabe un alfiler), y el exterior o Ville Basse, donde la gente hace vida de verdad.

Directo al parking de La Cité (con el consiguiente retraso en la llegada al hotel, que buena me ha caído por ello, pero eso viene más adelante). Lo primero, orientación en la oficina de turismo de la fortaleza, donde te dicen que el castillo condal (que es básicamente lo que uno viene a ver) tiene una larga cola en su taquilla, así que no se moleste. ¡Olé! Cuando llega un turista a ver lo que todo el mundo viene a ver, en la oficina de turismo le dicen que busque otra cosa que hacer, que hay mucha cola para comprar la entrada. – Y, ¿hay otra forma de comprar la entrada? ¿por internet, quizás?- Non, Monsieur. Pues “aviaos” estamos.

Pero uno que no se cree lo que no ve, se va derecho a las taquillas, al otro lado de la fortaleza, y ¿qué encuentra? Dos filas de… 10 personas. Eso es todo. La táctica disuasoria de la oficina de turismo se les ha ido de las manos, y ahora no entra al castillo ni Perry. Vamos, que Perry no, pero yo sí.

Hombre, luego ha resultado ser cierto que había “gentecilla” dentro, pero con la audioguía uno va a lo suyo, y se abstrae divinamente. Por lo demás, el castillo está bien; no conserva nada de decoración, sólo piedra, y su restauración del S. XIX lo ha dejado divino de la muerte, pero puede que poco realista. Aunque merece la pena principalmente porque sólo se puede pasear por lo alto de la muralla con ese acceso, y si no, por tanto, renuncias a las vistas de La Ville Basse y los pirineos, desde La Cité. El resto del recinto amurallado padece el síndrome St. Malo, o St. Michel, a saber, cada edifico es una tienda, un restaurante, un bar o un hotel, o puede que todo a la vez. Y no hay adoquín de la calle que no tenga, en todo momento, un pie encima (generalmente con chancla, y a veces también calcetines). Vamos, una multitud sofocante, en un día de calor sofocante.



Pero si esperas a que vaya marchándose la gente, es más llevadero. El éxodo no es tan notable como en St. Michel, ya que allí se marchan los autobuses, y sus ocupantes con ellos, pero aquí pueden ir caminando a sus hoteles de La Ville Basse de Carcasone.

También merece la pena la inmensa Basilique St. Nazaire, con unas preciosas vidrieras y un permanente fondo de música religiosa que contribuye muy notablemente a la ambientación.

Lo cierto es que me he pateado La Cité, arriba y abajo, del derecho y del revés, como para aportar mi granito de arena al medallero español de Londres 2012 (¡ánimo!). Y creo que es lo que hay que hacer; y cuando estás saturado de tanta alma en pena, tomas la primera puerta que permita la salida de la fortaleza y te vas campo a través rodeándola (así he hecho, hasta más ver). Pero me ha parecido poca perspectiva, necesitaba más distancia, y me he ido a por el coche. Tenía que encontrar, antes de que se pusiera el sol, un punto desde el que se tuviera una buena vista de La Cité. Y tenía que ser en su cara oeste, para que los rayos anaranjados de  última hora le aplicaran su tinte.

Primer intento, cruzar el río Aude por el Pont Neuf, y disparar desde allí mismo. No ha estado mal, y me ha permitido incluir en la toma el Pont Vieux, que tiene bastante encanto. De hecho, me he acercado al propio Pont Vieux, que mantiene un suave pero permanente ir y venir de gente, algunos locales en su hora del footing. Pero no era lo bastante lejos, ni lo bastante tarde. Así que tenía tiempo de alejarme más aún. Vuelta al coche, y fuera de Carcassonne.


Tras comerme el taponazo originado por el camión de la basura dando servicio a semejante hora en la única calle abierta al tráfico que atraviesa la Carcassonne peatonal, finalmente salgo de la ciudad y busco, desde lejos, La Cité. Se resiste, aparece detrás de unos árboles, pero casi no se la ve. Reaparace detrás de un camping – “Bon apetit!” (es la hora de la cena ya…) – pero la toma no es buena… Y ¡ahí está! Con un evocador y mágico encanto que, en las distancias cortas, pierde…


Todo esto no se lo he explicado a la recepcionista del hotel, que me estaba esperando para irse a su casa, con la persiana de la recepción bajada ya hasta los infiernos, y un humor de perros. Vaselina y mea culpa sin moderación, y al poco ya se ha calmado. Pero me ha esperado, porque si no me quedaba en la calle.

A cenar, de nuevo bajo consejo censurado de la guía (y más después de la experiencia de mediodía). L’Oeil, en la Ville Basse de Carcassonne. Muy, muy, muy recomendable. Un sitio encantador, rústico, atendido por una amable y campechana señora. Según entras ya sabes que no te has equivocado, porque lo recomiendan para carne a la brasa, y no te cabe duda de que efectivamente es así cuando ves el fuego en un lateral del comedor, sin separaciones ni paneles de ningún tipo. En el ambiente, el aroma a la leña ardiendo, y un ligero humo que no molesta.



Menú de 32 euros que incluye bebida, entrante, principal, plato de quesos y postre (a este último no he llegado, lo confieso). Comienzo por una ensalada preciosa, que se distingue principalmente por una vinagreta dulce muy rica, y, sobre todas las cosas, por dos rebanadas de pan-pan, tostado. ¿Qué hay sobre las rebanadas? Sendas piezas de hígado de oca, una fría, de terrina, y otro caliente, a la plancha. Ambos, de verdad, espectaculares. Se me saltaban las lágrimas…

Luego un entrecot, cuya principal virtud era el sabor a las brasas, brutal, si bien es cierto que la carne, pese a haber entendido a la perfección mi anfitriona que la quería rouge, vivant, qui marche, tampoco era del todo blanda. No era mala, pero no era espectacular. Aun así, el conjunto merecía la pena.

Y el plato de quesos, intensos, potentes. Muy buenos. Y no daba para más…

De vuelta al hotel por la desierta Ville Basse, dos manzanas nada más, pero menos mal que no eran diez, porque parecía Walking deads.

Eso sí; en este hotel no hay wifi, así es que esta crónica, pese a ser escrita puntualmente, no la leeréis hasta, como pronto, mañana, una vez encuentre acceso a internet. ¿No queríais caldo? Pues creo que me han salido tres tazas…

lunes, 6 de agosto de 2012

Empieza el baile

Algo más de 600 kilómetros desde Villanueva, y ya estoy en Toulouse. Un viaje de lo más tranquilo y cómodo, todo autopista, y con un tráfico razonable. Y para colmo, en el tramo francés te permiten circular a unos "temerarios" 130 km/h, y esos 10 de propina se notan, ya lo creo.

Pero antes de cruzar la frontera, es muy recomendable llenar el depósito. Si el año pasado me despedí de las gasolineras francesas cuando el brebaje cotizaba en torno a 1,5 euros por litro, unos 20 céntimos más caro de lo que por aquel entonces estaba en España, hoy ya en nuestra casa se despacha a ese precio, así que aquí me lo he encontrado a ¡1,72 euros por litro! Debí venir en bicicleta...

Y ya en ruta, la vista, a mi derecha, de los Pirineos franceses, invita. Espero que no se vayan de rositas, de uno u otro modo...

El caso es que a las 4 de la tarde ya estaba aquí, y tras tomar posesión del modestísimo hotel, y dejar el coche en su garaje, que es más bien una vieja fábrica abandonada, tocaba aprovechar lo que quedaba del día.

Toulouse está bien; es agradable (sobre todo cuando cae el sol y corre la brisa, porque antes ha hecho bastante calor), de unas dimensiones bastante humanas, y cuco. Los monumentos supuestamente imprescindibles desde el punto de vista turístico, al parecer, se cuentan con los dedos de una mano. Y como están recogiditos, prácticamente me ha dado tiempo a verlos todos, al principio a la carrera y luego con más calma.



Los empleados de las catedrales, conventos, etc no dan muchas explicaciones, y parecen profesar un cierto tipo de fe hacia la hora de cierre que les hace adorarla con tal celo que 15 minutos antes ya te están echando de la manera menos sutil que podáis imaginar. De verdad, no hay ningún tipo de margen para hacerse el despistado. A la rue...


Lo más destacable es, probablemente, la Basílica St. Sermin, con su gélida y oscura cripta bajo el altar, el claustro de los Jacobinos, un remanso de paz (en una ciudad que tampoco es muy guerrera, al menos en su parte vieja), y la catedral de St. Etienne, por su (yo diría) cómica mezcla de estilos y elementos en cuya combinación la geometría, la elegancia o la armonía más elementales no tomaron parte alguna.



De toulouse también merecen la pena sus plazas: la Wilson -un pedazo del Boston de ladrillo rojo en Francia (perdón)-, la du Capitole -vamos, la plaza mayor, con sus soportales y terrazas turísticas-, y especialmente la plaza St. Georges, la más recogida y agradable, con otra suerte de terrazas encantadoras, que realmente sí están concurridas: allí hace vida una buena parte de la ciudad al caer el sol.



Y no está de más asomarse a los muelles sobre el Garona, donde los lugareños toman el sol, pasean y, llegado el caso, se hacen arrumacos.

Para la cena he confiado en la guía, pero atándola corta; es decir, que sólo a la cuarta recomendación le he dado mi confianza una vez comprobada in situ, y no ha estado mal. La Reserve está en un chaflán de un cruce de tres tranquilas callejuelas, y su terraza lo desborda por uno de los lados. Con aun cierto aspecto turístico a primera vista, luego vas viendo que también acuden locales. Al grano: confit du canard, la misma materia prima de Bretaña pero con otro estilo, más hierbas, champiñones y sobre todo ajo. Y para beber, un mojito, con dos... No se me hubiera ocurrido, pero era lo primero de la carta, y tenía sed. Chico, no es ortodoxo, pero ha tenido su punto.

sábado, 4 de agosto de 2012

Un paso de gigante

Día dos, y esto tiene un aspecto completamente diferente.

Con sólo unas horas de preparación ya tengo el alojamiento de la primera noche, en Toulouse, los objetivos para este primer destino, e incluso las grandes líneas de los siguientes dos y hasta tres días. ¡Todo un éxito!

Y empieza a ocurrirme como siempre: que las páginas de la guía comienzan a acumular marcas y más marcas de castillos, abadías, plazas, carreteras, senderos, restaurantes, mercados... que merecen una parada, y será de justicia dársela. Así es que las horas del día volverán a resultarme escasas, y habré de robarlas a las noches. Viva el descanso vacacional.

Pero sarna con gusto no pica, y el día de mañana, víspera del pistoletazo de salida, me sobra y me falta a la vez. Unas cuantas cosas que mirar, y aún más ganas de empezar. Esto está hecho. Dentro de nada, ¡de vuelta a la carretera!

viernes, 3 de agosto de 2012

From lost to the river

La improvisación es un arte. Y a mi me ha tocado demostrar mi vena artística.

Tras haberme plantado en agosto sin ningún tipo de planificación para el blog de 2012 (destino, transporte, fechas...), toca pensar las cosas después de hacerlas. Anoche a las 4 de la madrugada decidía conquistar el sudeste francés, y hoy hacía el petate y enfilaba hacia Villanueva de Colombres, ya tradicional campo base de estas cruzadas.

Como es tradición, un par de días por delante para definir ruta y apalabrar el alojamiento de las primeras noches, tarea más llevadera si uno está suficientemente alimentado a base de la mejor fabada. De perdidos al río...