domingo, 12 de agosto de 2012

Donde todo empieza

(Fito y Fitipaldis)

Hoy sábado 11 de agosto (ahora lo entenderéis) amanecía en Montpellier, bastante alejado de dónde iba a terminar durmiendo, pero ya llegaremos ahí.

El hotel era moderno y relativamente céntrico, pero era un poco caro, y he decidido prescindir del desayuno, que era otra clavada. En su lugar, a la Place de la Comédie, a uno de los muchos cafés con terraza, que al final ha resultado ser más barato pero sin ningún atractivo en absoluto, y han tardado. En fin.

Y a continuación a patear. Abandonando la masificada plaza, merece la pena perderse por los callejones del centro, sobre todo hacia la universidad. Ni un alma en las preciosas callejas de piedra, entre sol y sombra, tan sólo algún despistado cuyas pisadas se oían resonar a 50 metros, amplificadas por el vacío y el empedrado. Llegar a cualquier cruce, esquina o chaflán ofrece un sereno espectáculo, abriéndose ante uno una derivada más del hermoso laberinto, probablemente en una pronunciada cuesta, o puede que esta vez no. Y entretanto, la escuela de Química, Matemáticas o cualquier otra.

En Montpellier, en el lugar más insospechado aparece una recogida plaza, que alguien ya ha descubierto antes que tú, por supuesto, y la ha hecho suya, es decir, la está viviendo: en la terraza del pequeño y desenfadado café con mesas de colores pastel, sentado en un banco, tendido en el césped. En esas plazas siempre hay árboles, siempre hay sombra, y siempre hay alguien. Pero apenas les oyes, pareciendo conscientes de que tienen que cuidar la paz que han encontrado para cederla intacta a quien les siga. Yo tampoco la he roto.

Entre esas calles, una inmensa y preciosa catedral, la de St. Pierre, relativamente sobria e imponente por fuera, elegante por dentro. Al entrar, descubres al organista practicando en un modelo similar a un piano electrónico, antiguo, junto al altar. Parece poco para tanto templo. Y lo es. Si te giras, descubres sobre la puerta de acceso principal un órgano impresionante. Puedes imaginar encogerse el alma de los fieles ante el trepidar de aquellos tubos, quebrando el corazón de la tierra. Hoy está en silencio; uy...

De vuelta al Montpellier concurrido, callejuelas semejantes, pero con restaurantes, cafés, librerías (es una ciudad universitaria), y al fondo la elevada Place Royal de Peyrou, con la llamada torre del agua que alimenta desde lo alto un gran acueducto.
Cercano al conjunto, cinco aprendices de a 5 euros la hora se esmeraban por la vía de la repetición (¿habéis tenido a alguien en casa que estuviera aprendiendo a tocar un instrumento?) al son que marcaba la maestra. Por lo marcado de las posturas, pace que la dramatización, en esto, tiene su importancia, incluido el estar descalzo...

Y tras alguna vuelta más, mudanza. A Aigues Mortes, una cartesiana villa fortificada junto a la Petite Camargue. En pleno delta del río Petit Rhône, rodeada de salinas y marismas, y separada de la civilización por varias localidades nutridas de veraneantes playeros, es un pequeño reducto de callejuelas, en su mayor parte desiertas al mediodía, trazadas en cuadrícula con casas de dos alturas. Sólo alguna plaza y tres o cuatro calles han acusado la presencia del turismo, y han sucumbido a las heladerías y las tiendas de recuerdos. Fuera de esos comercios, frente a una pequeña capilla, una juguetería muy especial, con preciosos coches metálicos a pedales con la forma de antiguos clásicos, enormes "cocinitas" completas hechas en madera y unas evocadoras cajas de música, como la del circo de funambulistas, trapecistas, domadores de fieras, tragadores de fuego... bajo una preciosa carpa clásica, como de los años 20, y al son de diferentes preciosas piezas musicales. Desde su rincón de la tienda, era la estrella que acaparaba la atención de cada uno que entrábamos, dejándonos boquiabiertos, y quedándonos presos de su embrujo unas cuantas melodías, hasta que la vergüenza te obligaba a separarte con la pena del que vuelve la espalda a un increíble paisaje.

Y después, y ya empiezo a preocuparme, me vuelve el antojo de playa (3 días seguidos ya, ¿qué me pasa, doctor?). Por el mapa, da la impresión de que L'Espiguette va a merecer la pena. Y así es. Otra playa infinita, con un agua cristalina aunque, eso sí, no solitaria precisamente, pero a la manera de la zona: una franja de diez metros junto a la orilla atestada de gente, y el resto despejado. No problem: como en el cine, ya me pongo yo detrás, que soy alto.

Un buen rato en el agua sirve para planificar lo que queda del día y la jornada siguiente. Y pasó lo que tenía que pasar. Es sábado 11 de agosto, y al día siguiente tiene lugar, bastante lejos de aquí algo que, en realidad, me mataba perderme. Algo importante empezó en el Bollo del año pasado que hace que donde realmente quiero estar mañana es en Luarca. Y como las cosas importantes no hay que pensarlas demasiado, salgo del agua, recojo el libro y la toalla, y, a las 7 de la tarde, me dirijo al coche.

El resto son 1.050 kilómetros de música, incluyendo la inmensa fortuna (manda...) de que al parar en un área de servicio de la autopista a la altura de Carcassonne lo que me espera es la vista espectacular de La Cité que hace unos días no terminé de lograr, ya incluso iluminada, y desde más lejos. Un bis.

Las menos paradas posibles hasta que el sueño me vence los instantes suficientes como para abrir los ojos con un sobresalto de muerte y ganar conciencia de que, irremediablemente, había llegado el momento de echar una cabezada en la próxima gasolinera. Eran las dos de la madrugada, y estaba a las afueras de Santander.

Algo más de una de sueño son suficientes para, tras un buen café y algo de comer, seguir camino. Aún me esperaba el típico susto, del que esta vez parecía librarme, de apurar el depósito al límite (recordatorio: no hacer estas cosas de madrugada; en algunas zonas, las estaciones de servicio tienen horario), que esta vez  casi me cuesta quedarme tirado a 15 kilómetros del final (donde todo empieza, que dice Fito).